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Mensaje por Miles Hawkins Mar Dic 06, 2011 3:46 pm

Su chaqueta había sido el precio a pagar. Había, finalmente, tras largo tiempo de búsqueda, hallado una señorita a la que servir como algo más que un mayordomo, aunque las formas indicaran aquello. La espada que llevaba colgando, ahora de su cinturón, simbolizaba algo más que que la rareza de un hombre, pero no conviene ahora volver a entrar en todo aquello, resultaría repetitivo. El tema del momento era la recientemente adquirida condición de shitsuji personal de una de las alumnas de la Academia, así como las nuevas obligaciones que aquello acarreaba. Una de ellas, era la de acompañarla en todo momento, y otra la de cumplir sus deseos. El problema era compaginar esas obligaciones cuando ambas ejercían fuerzas opuestas. Si su Ojou pedía tiempo o intimidad, debía dársela, pero aquello suponía faltar a una de sus obligaciones. Aquel pequeño dilema moral era resuelto por Miles de una manera muy sencilla: Ella era conocedora de sus obligaciones y, si con sus deseos le hacía liberarse de una de ellas, aquello era totalmente legítimo. La voluntad de la dama valía más que la del mundo, a los ojos de cualquier mayordomo, al fin y al cabo. Con todo aquello, Miles se encontraba en el sitio en que habían convenido, el Auditorio, simplemente aguardando la llegada de la fémina.

Lo que tenía que pensar a continuación era en qué emplear el tiempo que tenía libre hasta que ella decidiese hacer acto de presencia en el lugar que, podía ser en cinco minutos o cinco horas, ya que no había un momento concreto acordado. Mientras paseaba con calma de un lado a otro, la inspiración le llegó de golpe al advertir la presencia de un pequeño piano de cola negro. Si sus deducciones no eran erróneas, lo habían traído allí para alguna audición y no se lo habían llevado desde entonces. Un pequeño sentimiento de nostalgia se apoderó de él al ver el instrumento y recordó su infancia en Londres, donde había aprendido a tocarlo, entre otras muchas cosas. De hecho, si las cosas hubiesen sido de otra manera, él podría ser una importante celebridad británica, en lugar de lo que actualmente es. Sin poder contenerse, se encaminó hacia el lujoso piano y arrimó a él el taburete para sentarse. Para que no le molestase, se quitó la Katana del cinturón y la dejó sobre la tapa del piano. Entonces, con una calma y un silencio sepulcral, destapó las teclas y las acarició con suavidad sin pulsar ninguna de momento.

Colocó sus dedos sobre las láminas blancas, buscando una tonalidad grave pero no demasiado, y tras cerrar los ojos y suspirar un segundo para alejar cualquier pensamiento de su cabeza, evocó su infancia para empezar a interpretar una canción que su madre le había enseñado. No sabía si tenía autor conocido o no, y realmente eso le traía sin cuidado; para él siempre sería la canción de su madre. Era una canción que se movía en un ritmo Adagio, con una abundancia increíble de síncopas y anacrusas, lo cual le daba un toque ligeramente travieso, roto, irregular. Era una melodía interesante, y que obligaba al intérprete a contenerse porque, a cada compás, la música invitaba a olvidar la partitura y dejar que los dedos tocasen cualquier cosa. Era como una especie de invocación de la improvisación. Cada vez que la tocabas, notabas cómo tus manos parecían querer desobedecerte y fluir a un ritmo que tú no escuchabas, ni escucharías a no ser que dejases que aquello pasase. Sin embargo, si lo hacías, descubrías que el tesoro no era tan emocionante como el secreto con el que habías estado jugando antes. Miles tocaba, sin salirse del guión, dejando que sus dedos temblasen ligeramente, luchando contra los deseos de su dueño. Y disfrutando de aquella sensación única que ninguna otra canción le producía.
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Mensaje por Freya I. Von Eichendorff Miér Dic 07, 2011 12:52 pm

Freya había quedado con su nuevo mayordomo en el auditorio. Había escogido ese lugar porqué no había mucha gente por allí, porqué era un sitio agradable y de alta sensibilidad artística. Era un lugar perfecto para conocer mejor a Miles y saber si tendría en él a un siervo fiel, a un amigo o, quién sabe a qué otra cosa... deseaba no encontrarse en él a alguien menos culto e interesante de lo que le había parecido en su momento.

Sus pensamientos eran misteriosos, oscuros, y volaban de un montaje falso de fotografías del que la prensa la había culpado a un asesinato que había visto con sus ojos. El mundo era un lugar extraño y enorme y, a veces, pese a que lo intentaba evitar Freya se daba verdadera cuenta de que por muy famosa que se hiciera era solo una persona más. Huelga decir que odiaba profundamente esos momentos de sinceridad con sigo misma y, para remediarlo, solía intentar llamar la atención. Una espesa humareda de ideas no muy acertadas se agolpaba en su cabeza. Cerró los ojos con fuerza. No quería dar el cante, no tan pronto... alzó la frente, se recolocó la blusa y siguió caminando, muy tiesa y seria. Extraña y estúpidamente, lo único que podía calmarla en este momento era tararear. Pero no tararear una canción cualquiera y sobre todo no una animada. Freya comenzó a tararear la canción de una famosa película de miedo. Por suerte no había a penas nadie por los pasillos. Aunque algunos ojos curiosos la miraban, al principio porqué la reconocían... más tarde por sorpresa, al escucharla.

Nuestra indómita pelirroja ignoró a sus improvisados oyentes. Estaba cerca del auditorio. Escuchó entonces una agradable melodía tocada al piano, inconfundiblemente. Cerró el pico por fin y, sorprendida, intrigada y atraída, sus pasos la llevaron a la sala dónde Miles tocaba el piano de cola negro. Los pasos de la joven eran sumamente silenciosos, elegantes... a penas un roce majestuoso. Llevaba los cabellos recogidos en una cola alta, aunque no muy estirada, de la cuál escapaban varios mechones rojizos.

Justo cuando estaba detrás de Miles le rozó un hombro.

- Buen trabajo.- susurró a su oreja un segundo antes de ponerse a su lado, en paralelo al banquillo.-No te detengas, por favor.-añadió con una de sus carismáticas sonrisas. Estaba francamente sorprendida por el talento de su mayordomo y por la canción en general. Nunca la había escuchado antes y, sin embargo, le resultaba familiar, agradable al oído.
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Mensaje por Miles Hawkins Vie Dic 09, 2011 6:36 pm

La melodía evolucionó, lentamente, pero sin variar mucho en su esencia, siguiendo con aquel ritmo alterado, invertido. La parte fuerte de cada compás solía recaer sobre un silencio, o sobre la segunda parte de unas corcheas, dejando los sonidos poderosos en la parte débil, amortiguados. Había zonas más rápidas, zonas más lentas. La altura de la canción se movía sin patrón aparente, pero nunca variaba el hecho de que el ritmo era ilógico. Irónicamente, era la única parte racional de la melodía. Miles interpretaba con precisión. Sus dedos realizaban un ejercicio que, aunque llevaban años sin practicar, habían hecho tantas veces que era automático. En su rostro, sereno, se dibujaba una sonrisa mezcla del placer que le provocaba aquella canción y de la nostalgia de tiempos pasados. Recordaba cuando la tocaba a cuatro manos junto a su madre y su sonrísa se ensanchaba un poco más.

Cuando se encontraba aproximadamente en el tercer cuarto de la canción, sintió un pequeño, suave, sutil roce en su hombro. Mantuvo la compostura gracias a su entrenamiento, pero por un segundo, inapreciable, una nota vaciló. Miles se recompuso enseguida, y las palabras de Freya a su oido no causaron ningún tipo de desconcentración en él, que siguió tocando con naturalidad, como si se encontrase completamente en la sala, aunque era plenamente consciente de la presencia de la dama. Ese pequeño detalle, cambiaba, aunque conservando la forma, el fondo del hecho de tocar una canción al piano. La clave estaba en no pensar en ello, pero inevitablemente había pasado de tocar para sí mismo a tocar para ella. Por suerte, Miles tenía el suficiente control de sí mismo para que esa situación no afectase a sus dedos. También ayudaba que se supiese la canción de memoria.

Así, con la misma precisión que había tenido en la primera mitad de la obra, siguió poniendo música a la partitura que había en su mente. Nota tras nota, compás tras compás, empezó a acercarse al final. Como no podía ser de otra manera, el final no acababa con una frase en respuesta, sino con una pregunta. Tampoco con un ritardando. Un crescendo y una aceleración del ritmo llevaban la melodía al final más abierto que una mente musical se puede imaginar. Era seguir con el juego anterior. Podías tocar un par de compases más y darle un final como es debido a la canción, pero entonces, te abordaría una sensación de vacío que te acabaría obligando a tocarla otra vez y, esta vez, dejarla con su propio final, por poco que tuviese eso de final. Con sus dedos aún sobre las teclas, sonrió sinceramente y giró su cabeza hacia Freya.

-¿Y bien? ¿Qué le ha parecido? -preguntó el inglés aún con el efecto de la música curvando sus labios sutilmente en un esbozo de sonrisa.- No pensé que tardaría tan poco. -añadió. Un buen entendedor, o cualquier músico, sabría que una persona, mientras interpreta una canción, deja su alma expuesta completamente, y que las palabras de Miles llevaban implícito ese mensaje, aunque él no hubiera querido dárselo intencionadamente.
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